TIEMPOS MODERNOS


El humo negro lo invadía todo. Los decadentes rascacielos parecían antiguas ruinas romanas.

Resultó que el único modo de ascender en aquel universo era olvidando que uno tenía piel, aprendiendo a sentirse como en casa siendo el invitado del diablo más descarnado.

El puesto más codiciado era llegar a ser barrendero de la exterminación, a las órdenes del verdugo galopante. Guardando silencio ante las burlas que formaban peleles deformando dignidades, clavando banderillas en la parte más tierna, la humana, troceando el alma hasta dejarla en carne viva.

Pero un día uno de esos grupos afinó la genética, calcando la cruz que tenían pintada en el uniforme y tatuándola con su propia sangre en la espalda. Esa fue su pintura de guerra para tornar la hoja, haciéndola más verde en su cara interior. Visto desde arriba el árbol seguía creciendo poderoso, y desde abajo el motín se iba trazando, meticuloso, como un ejército de hormigas.

Escogieron las fichas negras, pero para jugar a blancas y escalaron la despiadada pirámide para comenzar a invertirla. Regaron los huecos de las mustias manos con agua de lluvia haciendo resbalar la sal de las lágrimas. Descosieron las bocas cerradas por los hilos del miedo y dibujaron huellas humanas en el suelo, para que dejaran de sentirse animales.

Ese día cayeron aves oscuras en picado desde el cielo y desaparecieron en forma de humo. Porque ese día a los hombres se les empezó a mirar como a hombres.

La brigada humana se quitó el uniforme y se tiró al suelo con los brazos abiertos, extenuada y extasiada tras haber puesto fin al fin del mundo. Debajo de aquellos trajes solo había niños.







Imagen: Jesús Fernández Escobar




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