Una lámpara maravillosa, un lobo feroz, una gélida dama y un señor soldado, se sentaron un buen día en las cuatro esquinitas que tenía mi cama.
Noche tras noche escuché sus historias en silencio. Pero es ahora, tumbado y rendido entre brazos y piernas abiertos, cuando les busco para pedirles otro final.
Mientras, ella se vierte desde el metal dorado, caliente entre mis costillas:
-Adán o Aladino, rózame una vez más, y pide por esa boca que tus deseos andan meciéndose en mi ombligo.
Lo hice, lo deseé con todas mis fuerzas pero el deseo no se cumplió.
Se deslizó de puntillas como un trompo cuando la despojé de su caperuza y la tumbé desnuda sobre la tela roja. Entre mis manos su blancura no supo a nieve, ante mis ojos su mirada pareció destilarse mientras derramaba en mi boca un sabor a ámbar, con el que se tiñó el amanecer.
Me inundó el frío de la mañana. La miré y su dulce sonrisa fue engullida entre sus fauces por una risa grotesca. Me separé bruscamente deslizándome dentro del jubón y solo respiré tranquilo al sentir sobre mí la cota de malla.
Sus inmensos ojos tibios, brillantes de dulzura, parecían mirarme ahora ebrios de oscuridad.
Salté del lecho y me golpeé con el espejo del tocador. Fue entonces cuando observé mi imagen cuarteada, cubierta de pelo negro, mi hocico húmedo, los afilados colmillos y mis garras. Cerré los ojos y sentí el sabor de la sangre aún caliente en mi boca.
Entonces la miré, cubriendo su desnudez y su miedo bajo las sábanas teñidas de cinabrio.
Y no entendí nada, no sentí nada. Sólo pensé «aléjate para siempre de ella o te quemarás». Bajo mi sólido uniforme temo que encuentren, entre cenizas, un corazón de plomo.
Imagen: Stephanie Brachet
Comentarios
Publicar un comentario