DOS MALETAS


Recuerdo que de pequeño cuando estaba empachado, comenzaba la vuelta al sabor. De la nada a la progresiva manzana, al emblanco de merluza y de ahí al filete de pollo con puré, y al anhelo de volver a dar rienda suelta al imperio de los sentidos sin miedo a desgastar la taza del water.

Pues un día, empachado de la vida, harto y apático de todo, decidí comenzar mi ayuno y me conciencié con mi plan.

Borré de mi agenda a las amigas con hipovínculo afectivo e hipervínculo sexual y me quedé a dos velas.

Cubrí de polvo mi raqueta de padel y en mi última borrachera dejé en una farola mi cannondale (no paro de pensar en cómo le alegré el día al que se la encontrase).

Vacié el frigo y el congelador y dejé aquellos alimentos básicos con los que suponía tuvieron que vivir los hombres antes de serlo (por eso dejé solo plátanos). Esto, junto a toda mi ropa (incluso con la que más solía ligar) fue a parar a una donación para aquellos que estaban en ayunas, no por empacho como yo, sino por infortunio. Me quedé solo con el pijama, al fin y al cabo no iba a salir de casa.

La retirada tecnológica fue lo peor, para ser sincero, el móvil y la play, me habían generado tanto «mono», que pegaba botes como si tuviera uno dentro, balanceándome cómo un ido sin vuelta.

Resumo los efectos secundarios: vértigos, mareos, desmayos, desvanecimientos (sí, ya se que es lo mismo pero es que estuve muy mal), querer morirse (sin quererlo de verdad) y dudar de estar vivo.

El día y la hora en la que vives los metes junto a los calcetines y el paño de cocina cuando intentas hacerte un batido en la termomix. Y da igual lo que comas, la lengua se te pone como una zapatilla de esparto que ha bailado veinticuatro horas a lo Rick Astley. 

Eso sí, tus facturas se mueven en son de paz, no gastas a penas luz, ni teléfono, ni gas, porque te da igual  estar a oscuras, no hablar con nadie, ducharte con agua fría, o tomarte una sopa recién sacada del congelador a golpe de punzón, rollo instinto básico pero sin rubia.

Lo mismo te da por llorar que por reírte. La piel se te escama como a la sirenita de Copenhague y el pelo te crece casi hasta la cintura como a ella.

Las bolas de polvo giran alrededor tuyo cuál fantasmas errantes, da igual, no pasa nada, te sirven de relleno para los cojines. Y te dará como cosa decirlo, pero algunos bichejos que aparecen serán la mejor compañía que jamás has tenido en tu vida. Respetuosos con tu espacio y el suyo, silenciosos y discretos como ningún otro compañero de piso que jamás hayas tenido.

Luego además, para salir de la monotonía no tienes más que mirarte en el espejo y dar un salto hacia atrás en un genuino movimiento a lo chiquito de la calzada, como si alejándote la imagen del espejo se fuera a despegar.  Y lo curioso es que a pesar de estar tanto tiempo contigo mismo, pareces un extraño, estás como diferente, te quedas más pálido (pero eso creo que es porque no te da el sol), también se te atenuan las arrugas, al fin y al cabo es lógico, no hablas con nadie ni adoptas expresión facial alguna. Y supongo que habrá algún otro síntoma más de cuyo nombre no quiero acordarme. 

Ha pasado ya casi un año y la Navidad ha llegado, lo sé porque ya está aquí la novieta caribeña del vecino de abajo, le visita cada año por estas fiestas. No sé cómo logran hacerlo, pero tararean villancicos con tonillo reggaetón, y no paran de darle a la zambomba.

No sé si consideré que ya había ayunado lo suficiente o fue la zambomba del vecino lo que me hizo sopesar que quizás había llegado el momento de salir de allí.

Realmente me disponía a hacerlo sintiéndome un hombre nuevo, ¡no exagero!, me faltaba solo hacer claqué como en la peli esa de «la la land». Sentía el renacer de mis papilas gustativas, los besos latentes desde el corazón, miles de sueños sin somnolencia y una nueva huella tactil propia.

Pero antes de salir miré hacia atrás y el frío heló el fino hilo del que había surgido mi manantial, al comprobar que entre la diafanidad de aquel espacio habían quedado dos maletas. Las abrí para asegurarme de que estaban vacías, y así fue, pero al volver a cerrarlas aquel olor me abofeteó la cara. Una olía a ella cuando llegó a mi vida, y la otra, a cuando se marchó. 

Apresurado, cogí las dos maletas y salí a la calle buscando llenarlas de lo primero que encontrase, para seguir acumulando sin sentido, para hacer desaparecer cualquier rastro de ella.




Imagen: Ilan Milch




Comentarios

Sevenlevs ha dicho que…
Interesante. Me ha gustado.
desdelpulgaryelindice ha dicho que…
Gracias a ti por leerme! ; )