Mi
cabeza es un puente del que cuelgan cada uno de tus gestos, como nidos
hambrientos de golondrinas despuntando en el amanecer del invierno.
En
mi pecho redoblan las campanas del pecado como un réquiem en un domingo de celeste
furor, donde susurras mi nombre en un silbido sin sonido o una nana sin candor.
Me
desnudo dentro de tus ojos mientras van brotando por debajo de mi ombligo lagos
plateados, erizados con el vaivén de mi mano. Bajo tu sombra mi espalda
desploma su palidez. No quiero ver que ese es el color de las hojas cuando caen
del revés.
Se
despeina y se desgasta la simetría del adoquinado que pisan los amantes. Como
un río se agosta en el verano de su vida, nacemos y morimos a cada instante.
Mi
ventana va pariendo lunas cada noche que pasa y no saltas a robarme la saliva
que se me derrama en escamas. Caen como
flores de papel recortadas en forma de versos, a la espera de que trepes por la
baranda de mi cuerpo.
Como
una precipitada primavera eclosiona expirando en el frío, así respiro, a
suspiros.
Me
dicen que derramo mis colores en un mar de invierno, que se marchitarán mis flores
al viento y que todo serán lamentos.
Y yo,
como la cigarra del cuento que presiento, mientras tejo los barrotes de mi
condena tarareo esta melodía -Solo hay un
camino más largo que el de mi casa a tu casa, el de la tuya a la mía-.
Imagen: Fabián Pérez
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