"EL ENCHAQUETADO DE LA CAVERNA"



La tarde caída y un azul plomizo dibujaba los primeros contornos de la noche.

La pequeña Selva corrió hacia los brazos de la única persona que le quedaba en el mundo.

-Abuela, ¡Cuéntame otra vez la historia del hombre enchaquetado de la caverna!

-¿Otra vez?- en la mirada vidriosa de la anciana esta historia parpadeaba siempre con más tristeza que ilusión. Miró el color del cielo a través de la ventana y decidió contársela una vez más:

"Al sur del mundo en una recóndita pradera, nació un niño de ojos azul plomizo, infinitos como el cielo de todas las estaciones juntas. Desde el primer instante todos se dieron cuenta de que la luz de su mirada era más intensa que la de la mayoría de los mortales. Preocupados, intentaron que su mirada se pareciera a la de los hombres y no a la de los Dioses. Así lo hicieron, le enseñaron a crecer hasta un límite y con un lema: "Nunca tocarás el cielo". Y para que no lo olvidara, con un carbón incandescente se encargaron de tatuárselo en la piel cada día de su vida.

Creció rodeado de cierta luz, pero no tanta como la que su mirada podía abarcar. De ahí que el color de sus ojos y el tamaño de su pupila le cambiaran con frecuencia, apagándose y empequeñeciéndose por momentos, para adaptarse a su entorno.

Un día, de los muchos que contemplaba el mundo desde su colina, cansado de sentirse pequeño decidió abandonar aquellas tierras. Necesitaba dejar que sus ojos vieran e iluminaran todo aquello para lo que estaban hechos. Y así lo hizo. En poco tiempo se convirtió en un apuesto e importante hombre de chaqueta y corbata con un gran imperio a sus pies.

A los ojos de los demás era una especie de Dios, un ser perfecto. Pero siempre había alguien que olía en él su origen y ponía en duda su valía. Sintiéndose despreciado, aquello le retaba hacia la conquista del reconocimiento insaciable, preso de una rabia infinita.

Lo que el mundo no sabía es que aquel hombre por las noches se despojaba de su elegante traje y en vez de volver a su palacio se escondía en una pequeña caverna…"

-Abuela, esta parte nunca me la creo mucho. Las cavernas son algo de los libros del pasado.

- No, pequeña, las cavernas son los huecos donde los miedos nos cobijan. Son tan antiguas y tan perpetuas como ellos mismos.

-La anciana prosiguió-

"... en esa caverna se desnudaba y se sentía a salvo. La cavidad era tan oscura que no podía ver nada, ni tan si quiera a sí mismo. Pequeñas heridas aún abiertas seguían en carne viva, pero no lo sabía.

Como era un hombre y necesitaba amar. A la intimidad de su caverna dejó pasar a algunas jóvenes.
Dicen, que la que más tiempo logró estar junto a él fue una pálida dama que permaneció sentada a su lado sin a penas tocarle ni dejarse tocar, y que cuando lo hacían, la entrega quedaba franqueada a la parte física. Un día tras otro él intentó acercarse y ella lo rechazó, no se dio cuenta de que las heridas de ella eran tan profundas como las de él.

Cansado de sentir su piel muerta al lado de la de ella decidió marcharse. Como estaba en cinta, se comprometió a traerle alimentos y dejarle esa cueva, buscando otra para él.

El fuego de su interior seguía latiendo virgen, anhelante de otras pieles y aunque no se atrevía a reconocerlo, de amor. Al olor de la carne viva se acercaron jóvenes de exteriores ardientes e interiores vacíos. Eran tantas las ansias de amar que tenían para intentar colmarse, que acababan totalmente perturbadas ante la distancia que él les imponía. La lejanía de su amado, lejos de alejarlas, aumentaba su hambre de amor, y angustiadas se acercaban atropelladamente y sin medida. Sus vacíos eran tan grandes, que en su ímpetu por colmarlos no se daban cuenta de que hacían que él, ya de por sí temeroso, se protegiera aún más. Asustado y con la piel enrojecida con tanto intento de roce forzado, desplegó un sistema de defensa que consistía en mantenerse inmutable mientras ellas se desgastaban en intentos fallidos por recuperarle. Las dejaba gritar, llorar, suplicar, rozar la locura y la humillación hasta que se agotaban. Al final la indiferencia era tal, que acababan desvanecidas, sin fuerza alguna. Y terminaban alejándose en forma de trapos, más vacías aún de lo que estaban, convirtiéndose en sombras de sus propias sombras.

Un día, una pequeña joven un tanto salvaje paseaba por el campo y descubrió una cueva. Sin pensarlo dos veces entró curiosa mirándolo todo y sin pedir permiso. El se sintió invadido y un fuerte rechazo hacia ella lo mantuvo en silencio. Sin embargo, al verla menuda y sonriente y al escuchar su timbre de voz, sintió que nada malo podía infringirle aquella criatura. Es más, al poco descubrió en ella más de lo que jamás podía esperar que pudiera albergar un ser tan aparentemente frágil. Aquello le atrajo tanto como le perturbó.

- ¿ Y eso por qué abuela?

- Bueno, el amor cuando llega de verdad te remueve todos los cimientos, y eso descoloca. Hay que ser muy valiente para entregarse al amor.

- ¿Y ella, era valiente?

- Bueno, ella también tenía sus miedos, de lo contrario no hubiera pasado lo que pasó. De hecho, ya te conté en otra ocasión, las tres pruebas que le hizo superar a él, y la última de ellas era precisamente la confrontación del miedo ante el amor. Si esa la superaban, el amor vencía, sino… -y la anciana comenzó a tararear "Nessun Dorma"-.

...la conexión fue inmediata, digamos que el azul de los ojos de él, hacía contraste con el marrón verdoso de los de ella, lo tenían todo, el cielo y la tierra en sus manos.

Como quien va al encuentro de un brillante tesoro descubierto, ella se acercaba a su cueva casi cada día. A diferencia de la primera mujer, ella no era distante ni fría. Tampoco intrusiva, ni carente de amor propio como para buscarlo ansiadamente en él como las otras. Y eso, él lo sabía.

Entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir, ambos empezaron a sentir que el amor podía estar cerca, la herida, sin coraza, se estaba exponiendo cada vez más y los volcanes empezaban a erupcionar.

Como es normal cuando empiezas a amar, ella sentía ganas de acercarse cada vez más. Sin embargo él, sin poder evitarlo se distanciaba. No es que se alejara del todo, tras esconderse parecía volver, se acercaba lento, pero se acercaba. Aún así, cuanto más crecía el sentimiento y la cercanía de ella, sin ser consciente, él se alejaba. Cuando ella expresaba una emoción, él se callaba, y después de cada maravilloso encuentro, él permanecía más silente. Si ella se acercaba para ver qué le pasaba eso hacía que él se alejara aún más. En todo caso, si ella no hacía por acercarse al interior de su cueva, él no iba nunca a buscarla fuera.

Confundida, desplegó su instinto y olfateó, reconociendo un olor, el olor del miedo. Al descubrir que él tenía miedo a amarla comenzó a sentir miedo también.

Uno de esos días en los que él estaba distante, perdió su temple, y para intentar que él se diera cuenta, encendió una vela y le iluminó todo el cuerpo. Le dijo que se mirara, y quedaron al descubierto sus heridas.

La visión de sus cicatrices, unida a la desesperante sensación de vulnerabilidad que sentía al lado de ella, le sumergieron en un estado de shock y el cuerpo se le empezó a congelar. La herida de él era demasiado grande, y una vez más prefirió negarla y sentir que el daño venía de fuera, que el mundo era una especie de locura de la que debía escapar. Prefirió sentir que de nuevo se había equivocado en su elección, y sopló la vela para dejar de ver y seguir a oscuras. No dijo nada, desplegó el mismo mecanismo de defensa que empleó con las otras. Dejó de mirarla, de hablarle, de escucharla. Se convirtió en estatua de hielo.

Ella empezó a llorar para que volviera, las lágrimas parecieron fundir parte de la gélida capa de él, pero era tan densa que finalmente resbalaban y acababan congeladas también. -Deja que el amor llegue, deja que nuestros besos curen nuestras heridas y maten el miedo, vuelve. -Le susurraba ella al oído inerte y sordo-. Su mirada tibia se helaba al ver la de él ya perdida en los abismos de la indiferencia.

Dicen que permaneció mucho tiempo inmóvil al lado de él. Y que casi cuando estaba a punto de desfallecer alguien la encontró y la sacó a la luz”

- ¿Pero entonces ella se salvó y él no abuela?

- Bueno, ninguno de los dos volvió a estar jamás tan cerca del amor. Y eso es algo que permanece en sus corazones, por más que quieran negarlo.

-¿Pero entonces no fueron felices?

- Bueno, el tuvo dos hijas que le dieron muchas alegrías.

- ¿Y ella?

- Ella tuvo a tu madre, y ese amor más el tuyo, también consiguieron en cierto modo salvarla.

- Abuela Turandot, ¿sabes que me gustan tus historias?.



Imagen: Duarte Vitoria

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