Como cada mañana tras correr una hora por el paseo marítimo me meto en la ducha, abro el grifo de agua fría y me quedo cinco minutos mientras la corriente helada me resbala por la cara y recorre todo mi cuerpo, no siento ni el más mínimo escalofrío. Dejo la marca de mis pies mojados en la alfombra y cuido de que no caiga una sola gota fuera. Pulso el botón del extractor y mientras mi figura se refleja poco a poco a modo de ensueño en el círculo del espejo enmarcado por el vapor, dejo resbalar y extiendo el aceite lentamente estallando las gotas que repelen mi piel, sin olvidar un solo centímetro.
Después
paso al maquillaje, siguiendo los pasos en el orden perfecto, como si estuviera
pintando un cuadro único a subasta, primero el rostro, para ir centrándome en
los ojos con la misma expresión de un Modigliani, resaltando la forma
almendrada de los mismos, esculpiendo
mis pestañas hasta el infinito y mas allá, buscando darles vida. Siempre me
recreo en la boca, carnosa y bien definida, con el carmín que mas resalte y
desafíe la luz del día y la estación. Peinado y raya al milímetro en el lado
derecho, mechón de pelo recogido detrás de la oreja.
Termino
cepillándome los dientes, hilo dental y
enjuague durante cuatro minutos.
El punto
final, dos pulverizaciones de mi perfume
favorito en cada oreja, cada muñeca, otra entre los muslos.
Camino
a la habitación aún desnuda y descalza por el parquet como un gato marcando su
paso, abro el armario y observo mi colección en su mayoría aún etiquetada. Escojo
la ropa interior y dejo caer suavemente la indumentaria sobre mi piel aún
brillante y húmeda.
Abro
la nevera y licuo un zumo de verduras y frutas de estación, bebo un poco y
caliento una taza de té verde, elijo un par de zapatos de tacón alto, me pongo
uno de los anillos de mi colección de esmeraldas en el dedo corazón de la mano
izquierda y me desagrada verlo combinado con el de casada en la mano derecha. Cojo
el maletín, bajo al parking, me siento en la burbuja perfumada y brillante de mi bentley azul marino
y me dirijo un día más al despacho. Pulso el play, suena “Barcarolle” de Offenbach.
Hoy
como casi siempre antes de salir, olvido leer la nota sobre la mesa que él me deja cada mañana. Llamo a la asistenta para que la
abra y dibuje una sonrisa, quiero que cuando mi esposo llegue no la encuentre cerrada.
Abro
las puertas de la oficina, es media mañana. Desde la recepción pasando por la
fila de mesas que conducen a mi despacho noto la tensión en escala creciente a
mi paso. Los rostros aún desencajados por la falta de sueño y el exceso de
angustia por no llegar a fin de mes, me saludan con una sonrisa en la que
aprecio el miedo y eso me hace sentir poderosa, en una escala diferente del
ser.
Mi
jornada laboral debe de transcurrir siempre del mismo modo, con mis ritmos y
precisiones, de una manera altamente eficaz y resolutiva con ningún margen de
error, de lo contrario me altero y grito o puedo despedir sin dar lugar a
explicación alguna, esto me relaja especialmente aunque sea por unos instantes.
Cuando
llego a casa, me sirvo una copa de vino y me fumo varios cigarros en la terraza.
Observo las luces de los edificios más altos de la ciudad, por debajo del
mío. Mi marido me busca y me abraza,
siento nauseas cuando lo hace.
La imágenes
de sucesos del telediario durante la silenciosa cena me dejan igual, inerte. Sólo
a veces me surge una emoción cuando veo
alguna persona sonreír, en esos momentos algo se estremece en mi interior,
porque no sé cuándo ni por qué olvidé ese gesto. Me pongo delante del
espejo y ensayo una sonrisa, pero es entonces cuando más me derrumbo, porque no
es mía, porque resulta grotescamente triste y abortada.
Despersonalizada
ante el espejo solo soy una bonita fachada rehabilitada que enmascara un
edificio en ruinas, una fruta conservada en una cámara que se desinfla en polvo
negro al salir a la luz. Es solo ahora, cuando me descubro desnuda ante mí y
ante quien quiera leerme, cuando más vulnerable y frágil me siento.
Pero
quiero que lo lean, quiero que lo sepan, quiero escribirlo, gritarlo mañana
nada más entrar en la oficina– ¡Señores que no soy nadie, estoy muerta, vivo sin mí!-
y que me vean así, despeinada, derretida bajo mis falsos colores como una muñeca
desgastada. Pero sobretodo, ¡sobretodo quiero salir a la calle y abrazar a todo
el que me encuentre!...e implorarles que me digan cómo hacen para ser felices.
Dos
lágrimas, solo dos, ruedan por mis mejillas, entonces, una especie de calma desconocida
me arropa, y me surge una pregunta que quizás puede también responderlo todo ¿no
es acaso éste el principio para encontrarme donde quiera que yo esté?.
Y
solo pido, solo espero…que mañana cuando me despierte, mi coraza no se vuelva
a cerrar del todo y siga engañándome, encerrándome maniatada dentro de mí
misma, como hasta ahora ha hecho, cautiva y ciega dentro de una existencia de
postín, que me hace y hace daño, haciéndome olvidar todo lo que ahora, llorando
les he escrito.
Imagen:
Jesús Arrue
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