Lo que sé de esta historia, fue a través de los rumores, que como
mariposas blancas adormecidas en los encalados muros revoloteaban al atardecer,
o quizás,
una vez más lo creó mi imaginación.
Cuando nació era tan pequeño que todos aseguraron que aunque creciera no llegaría muy lejos.
Empezó a hablar tarde y poco, a caminar temprano y mucho. Al
colegio no llegó ni si quiera el primer día, prefirió quedarse sentado a la entrada del pueblo sobre la
baranda al borde del río, para ver pasar a los
que iban de camino a la ciudad.
Allí sentado aprendió a tallar pequeñas figuras de madera en
forma de espiga que fue sembrando en los campos, milagrosamente una vez enraizadas
se transformaban en oro. Le empezaron a conocer como “El Tallista dorado”, y
aquella comarca comenzó a brillar tanto que vinieron a verle desde todos los
rincones del mundo.
Querían conocer su fórmula para hacer oro, sin embargo poco
pudieron sacar de su escaso lenguaje y su timidez. Un buen día, unos hombres
bien trajeados, le convencieron con glorias a cambio de teñir del preciado
metal las grises urbes.
Pero no ocurrió nada de lo esperado, sus espigas enraizadas en
el asfalto acababan del mismo color que éste, y sus manos se iban petrificando
poco a poco hasta que un día se convirtió en estatua y decidieron ponerlo en la
plaza mayor para que todos pudieran conmemorarle.
Una noche la escultura desapareció de la ciudad, nadie supo de
ella, ni de cómo había podido ser sustraída. Muchos dicen que le vieron transformarse en carne y hueso caminando por su propio pié. En nuestro pueblo
justo ese día volvió a crecer la hierba, más dorada que nunca.
Dicen que si te tumbas sobre el manto de trigo al atardecer
puedes escuchar un suave susurro de cinceles y huele a madera de cedro recién
tallada.
Imagen: Emanuele Dascanio
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