MATAR MIRANDO



La guerra estaba casi acabando, quizás él fuera el último eslabón de una era en la que la gente no moría de soledad, ni de indiferencia, sino de odio y de miedo.

Le enseñaron a matar, a matar como lo hacen los hombres de verdad -le dijeron-. Para no sentirse miserable, prometiéndole el cielo como recompensa por haber cumplido todos los mandamientos del infierno.

Él apenas alzaba un palmo, por la empuñadura de la escopeta se le colaba el brazo entero.

Su abuelo lo llevó a un llano donde el río se acicalaba en secreto y a la sombra, donde las gacelas iban a calmar su sed al acabar el día.

-Hazlo ahora, no dudes o fallarás. ¡Dispara!

Cerró los ojos, y al clic del gatillo le siguió un estruendo que insertó de una tacada el naranja del atardecer, los pájaros se desterraron más allá de los cielos y la noche se desplomó sin titubear.

El quiebre del disparo fallido fue seguido de una bofetada.

-¡Así no!, cuando mates, mira.

Pero él no había nacido para matar, no al menos a un animal indefenso. No quería, no podía hacerlo, era imposible si cruzaba su mirada con la miel de aquellos ojos.

La sola idea de verlo inerte le helaba las entrañas, tanto como la respiración de su abuelo tras de sí.

Entonces solo le quedó una solución, mirar sin ver. Y así lo hizo. Disparó con los ojos muy abiertos, desenfocó la mirada y tiró a dar sobre el ser de aquella mancha. Y lo mató, y lo rompió.

Aquel día aprendió a matar mirando y a vivir sin ver.

Su abuelo uniformado le dio un par de palmadas en el hombro que sonaron a orgullo.

Caminaron sin mediar palabra, uno detrás de otro, con las siluetas murmurantes de los árboles moviéndose tras su paso.

El camino se iluminó para ensordecer aún más sus sombras. Mientras ellos caminaban creyendo volver a casa.


Imagen: Adam Bogusz 


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