EL HOMBRE DE TUS SUEÑOS



Camino por la zona de andamiaje en los bajos del edificio Luxider, el paso de los transeúntes por el camino indicado por las obra se hace lento y acorta las distancias entre los cuerpos. De entre ellos se desprende cierta mezcla de sudor, saliva y sexo de la noche anterior. La llovizna va calando, resaltando el olor a polvo de las gabardinas, haciéndolas brillar a tono con el asfalto.

La piel de mis manos está roja por el frío, me las acerco a los labios y exhalo aire caliente en forma de humo.

El paso se ve detenido por indicación de los operarios; los cuerpos se apilan de golpe taponando el estrecho paso. Los trabajadores resoplan en forma de queja, son las ocho de la mañana. El retraso en la hora de entrada es inminente.

Sin embargo no sé por qué me siento a gusto y no quiero salir de aquí. La tibieza de los cuerpos me adormece y me dejo llevar por el movimiento de ellos muy suavemente, sin oponer resistencia alguna.

Siento una presencia detrás que debe sacarme una cabeza de altura; noto como la inclina y una bocanada de aire caliente abraza mi nuca hasta las orejas. Quiero girarme pero no puedo hacerlo.

De repente me llega un olor diferente al que me había envuelto hasta ahora, un olor sin perfume, como el de una piel que empieza a desnudarse delante del verano, destilándose y deleitándose en ello.

La forma y la intensidad se acercan cada vez más a mi. Sus hombros casi me protegen de la lluvia. Mi cuerpo empieza a tensarse paralizado, la yema de sus dedos acaricia la húmeda palma de mi mano como un roce efímero de teclas de piano. Nadie parece darse cuenta de lo que está pasando. El sudor me resbala desde el hueco de la garganta hasta el ombligo. El corazón late en mis sienes al mismo ritmo que la lluvia cae.

De repente los pasos se agilizan, las distancias aparecen, el frío vuelve, y el calor que sentía me atraviesa en forma de «él». Lo primero que veo es su cogote, recto y robusto, terminando con un suave y perfecto pico de cabello castaño que asoma por el cuello de la chaqueta. Lo siguiente, el balanceo a cámara lenta de sus manos. El sobresaliente hueso del pulgar definiendo una mano casi animal, perfectamente cuidada. La piel brillante y morena contrasta con el puño de la camisa blanca impoluta. Se gira ligeramente, sólo para hacerme saber que lo sé, que es él. Y entonces desaparece entre la multitud.

Me despierto bruscamente buscando su forma al otro lado de la cama, la silueta del hombre que tengo cerca responde al instante, buscándome. La luz del amanecer entra por la ventana, giro la cabeza ofreciéndole un primer hueco, el de mi cuello desnudo. Al acercarse no puedo reconocer el olor del que provengo en mi sueño. Siento ganas de escupir mi propia lengua impregnada de la piel que tengo encima.

Mi pecho busca mi ombligo, mis rodillas mi cabeza, mis brazos los hombros, y mi cuerpo el último resquicio de la esquina de la cama. Donde acabo encogida delante de veinte años de matrimonio, sin poder dar más explicación que éste frío y éste silencio pétreo.

Sin saber quién empiezo a ser, siento que ya no hay vuelta atrás.

Y aunque no sé dónde está el hombre con el que ésta noche soñé, sé que existe, no hay nada más cierto que esta sensación. Quizás esté también encogido en otra cama o junto a otro cuerpo, o quizás esté aún dormido, soñando que me protege y me roza por detrás, en un día de lluvia, del que en breve va a despertar como acabo de hacerlo yo.




Imagen: Renato Ferrari



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