Cae la lluvia.
De
esas lluvias que tras un intenso azul, parecen inventar el gris.
Confetis
de arena y sal, besos enlatados con sabor a hierro o a sangre, verano envuelto
con papel de regalo en la eterna tarde de un niño.
De una chistera salen edificios que se alzan sobre escaleras de picas; chaquetas tejidas desde los tirantes; bandoneones descamados como pescados olvidados en la red del
alba; cláxones que suenan apresurados por escupir el camino de vuelta; pieles que se despojan con premura de su imperio dorado, para recobrar su
compostura bajo la vestimenta. Ávido se vuelve el paso por volver a ser algo
que no parezca errante, distraído, o deje huella.
Como
flores de almendros despojadas de sus mariposas blancas, las gotas
van mojando los suaves nidos construidos día tras día; Perfectas obras de arte
soñadas para mecer jolgorios de vida; Estrepitosas aves que una mañana
emprenden el vuelo en estampida, olvidando el ruidoso silencio que dejan tras su partida.
Es el
final del verano, es el final del azul.
Sigo
aquí sentada en esta silla mojada, en un barrio cualquiera de pescadores, mientras
el mar deja de ser de los hombres para empezar a ser del cielo. En su afán por
llevarse consigo los desamores y los viejos tiempos, siempre vuelve a la orilla
con el recuerdo.
Pero
eso es ahora, que se muestra altivo y caprichoso, porque pronto su impenetrable frío se impregnará del candor de nuevas risas
en remojo.
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