Tom Waits- Green Grass
Desde
pequeña temía a la vez que le fascinaban las historias de vampiros.
Dormía con las ventanas abiertas, incluso en las noches de invierno. Se acostumbró a que el frío fuera su manto, dejando la desnudez de su cuello al descubierto por si alguno de aquellos fascinantes seres se colaba a través de su ventana. Mientras su gélida vulnerabilidad
se adormecía mecida por el vaivén de aquel excitante contraste.
Él
creció entre zarzas, cada movimiento implicaba una herida, para curarse y sobrevivir lamió y se alimentó de su propia sangre. Indómito, luchó imparable izando banderas de guerra contra su peor enemigo, sin saber que era él mismo.
Sí,
se encontraron. Así ocurrió porque la oscuridad requiere de la luz,
tanto como la muerte, de la vida.
Primer
encuentro, incandescente. Se funde el mar negro con el viento del norte,
embadurnando dos cuerpos con saliva como si acabasen de
nacer.
-Quema.
Está quemando demasiado. Duele.
-El
amor no quema, el amor no duele. Duele tu herida y al lamerla, me corta la
lengua en dos, me transformo en serpiente a tus ojos, repto a los míos.
De
repente el tiempo se transforma en humo y al revés.
Un
día me cuentas que te dedicas a usar mujeres, en callejones y camas abandonadas
con olor a animal cazado y despellejado. Tu vacío se colma vaciándose un poco más
cada noche.
-Ya
no te quiero- me dices- si te acercas, te beberé como hago con otras.
-Ven
a demostrármelo.
El
deseo es carne cruda entre las piernas.
Apareces,
pensaría que eres tú si no fuera por esa mirada, no tienes iris, tus pupilas dilatadas
sin brillo no te dejan ver que estás en blanco y negro. La comisura de tus
labios muestra un blanco iceberg teñido de sangre. Tu sonrisa da un salto
mortal y muere.
Me
agarras detrás de la nuca, apretándome el cabello. No me besas, me estás
mordiendo. Me tiras del labio hasta derramar un sabor férreo que fluye por el
profundo túnel de nuestras bocas. Mi cuerpo está sujeto por cuatro columnas que
no pueden sostener tu brusco movimiento sobre él.
Pero
la batalla no ha terminado, me giro, las columnas ésta vez son cinco y son
tuyas, imploran al cielo para que siga gris; la oscuridad y el frío siempre te
han hecho creer que eres poderoso. Me vierto sobre ellas, y me ensartan suavemente como las montañas hacen con el sol cada atardecer. La habitación se tiñe
de color dorado, la contracción de tus pupilas coincide con la de mi vientre.
Ahora no has podido evitar mirarme a los ojos. Empiezas a ver, y yo, a
reconocerte.
Mi
cabello cae sobre tu pecho, después caigo yo, después dos lágrimas tuyas sobre
el colchón. Te tiemblan las piernas, los brazos y el corazón.
Me
abrazas y tu rostro se vuelve en color. En silencio nos miramos al oído, nos
susurramos a los ojos nanas legendarias, secretos de antiguos hechizos de magia
negra y blanca, pequeñas criaturas vestidas con flores juegan sobre nuestros
cuerpos desnudos, mientras los ojos del miedo brillan en silencio debajo de la
cama.
Miro
por la ventana y cinco líneas de nubes grises arañan la tarde, intentando
arrastrarla hasta el suelo o elevarla hacia el cielo, quién sabe.
Me
pregunto si ya estará abajo esperándote tu carruaje de hielo negro y cuánto
queda para que te vuelvas a cubrir bajo tu capa.
Desnudo una lágrima entre los dedos y los deslizo bajo mi pecho izquierdo, me ha surgido la duda de si el que
muere en vida es consciente de ello. Al fin y al
cabo el corazón sigue latiendo.
Entonces
me dices al oído -duerme pequeñaja-, y yo te digo que no, que no quiero dormir, que voy a despertar, no sin antes pronunciar -adiós mi vida-.
Imagen: Bill Carman
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