Llegaron
tarde las bocas, se hicieron huérfanas las lenguas y fueron refugio de hieles
las esquinas del firmamento. El amanecer se desvistió de gala.
Nos sorprendió el deseo con una sola mano entre las piernas, temblaron las ganas
convulsas; aladas anidaron sobre la humedad del tejado nuestras musas. Y jugamos
en el jardín de los versos a sembrar lejos nuestros besos.
Me
embadurné con la grasa de otros cuerpos; cuantas más capas tenía, más me calaba
la tuya pegada a los huesos. Y tú, tú te mantuviste sola y desnuda latiendo con
el ungüento de mi recuerdo.
Fue
tal mi miedo a verme, que fui apagando luces tras mi paso; olvidando que andabas
detrás tanteando a ciegas la forma de mi regazo.
Te
encontré después de andar entre mil
mujeres y volví para lamerte; pero el olor de otras lo llevaba ya impreso, y lo
escupiste retorciéndote inerte.
Una
noche, un destello cualquiera te alivió el solitario camino de vuelta a casa. Por entonces ya estabas rota y por
esa fractura pudo entrar un arcano. No logró atravesar tu alma, pero se quedó
allí en cuclillas, como un viejo demonio a las puertas de un paraíso pagano.
Todas las pieles que arranqué para vestirme por los pies no lograron borrar tu
nombre, pero al final desdibujaron el mío.
Como las cosas más inmensas, jugamos a derribar nuestro amor una y otra vez para
extasiarnos bailando sobre su brote; donde la nada se ahogaba en las ganas, y
el todo se desmembraba emergente sobre su islote.
Es
de terciopelo rojo el telón del atardecer de nuestra historia.
Y un
día se acabó; como se acaba una gota derramada por el gris sobre el verde, cuando
el verde no sabe que es la última gota, de la última tarde de lluvia.
Imagen:
Frida Castelli
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