La playa
se mece vacía.
Aún
no ha llegado el verano, pero hace
calor.
Tengo
un sombrero de paja, la piel muy blanca, los ojos verdes, si miro al mar
cambian a violetas. Eso dicen. O quizás sean mis ojeras, que me dan un aire de
mujer nostálgica, romántica, viciosa, agotada de amar entre actos; como
una actriz que se deja mecer cada noche por el deseo, antes de irse a dormir cantándose a solas una nana.
Él acaba
de llegar, es un ensayo más en esta búsqueda sin sentido de mis sentidos.
Es
cuestión de tiempo, solo de unos instantes para que huela el deseo que emana mi
piel y se acerque a tocarme, a hacérmelo.
Él,
el nuevo, está aquí. Esta vez todo parece ir más deprisa. En cuestión de
segundos sus dedos cogen una fina lámina de arena y sal compactadas y la
empiezan a deslizar por mi cuerpo. Estoy tumbada boca abajo, las piernas
ligeramente entreabiertas, la cabeza apoyada sobre mis brazos, estoy relajada.
Noto el roce afilado de la arena que se va deshaciendo grano a grano sobre mi piel; comienza por los hombros, sube por el cuello, roza levemente el lóbulo
de mi oreja, vuelve a bajar, esta vez por el hueco de mi axila hasta la suave
forma del arco que se dibuja de mi pecho contra la toalla. Se detiene
especialmente en esta zona, debe haber notado que me excita. Quiere jugar y baja
dibujando el contorno de mi cintura hasta encontrar el de los glúteos, se
mueve en círculos, de fuera hacia dentro; me gusta la sensación y sin querer
mis piernas se entreabren un poco más, mi propia temperatura se confunde con el
calor que en ese hueco vierte un rayo de sol.
Se empiezan a dilatar mis poros y
algunas partes de mi cuerpo. Las caricias son lentas y hacen contraste con mi
corazón que va demasiado deprisa. Es un latido rotundo y mojado que se rompe al
mismo ritmo de las olas en la orilla. Siento una excitación acusada e insostenible.
Normalmente no pienso, simplemente dejo que mi cuerpo hable, pero esta vez aún
sin girarme veo el rostro desconocido. Mi vello erizado me impulsa a dejar de
verlo y de ver, a someterme al placer, pero esta vez no puedo. Veo sus
rasgos desencajados por las ganas que se
adelantan a lo que va a suceder. Me resulta más inerte que extraño. Siento frío, no siento deseo.
De
repente mi relato erótico se estampa contra el azul y cae en picado, como un
pájaro que vuela libre y se choca contra una lámina de cielo pintado para el
decorado de una función de teatro.
Mi
cuerpo querría que él entrara dentro de mí, introduciendo todos los ritmos y
acordes que existen mientras mi mente inventa unos nuevos, pero esta vez todo
mi ser quiere que se aleje cuanto antes. Como la noche que llega con prisas
por deshacerse de la luz del día y mecerse entre sus luceros, así me siento.
Mi
cuerpo erizado junto a mi mente y mi alma amputadas, dan un giro a la
excitación. Lo opuesto al deseo es el rechazo, la repulsa.
Me salpican gotas de
mar en los ojos, o quizás salpico de lágrimas al mar. Es lo mismo, es agua y
sal. Me pregunto si al mar también le duelen las caricias sin alma.
Sigo
en silencio, nos despedimos como si no hubiera pasado nada. Pero sí ha pasado, he
sentido la vida en mi cuerpo, he parido la emoción que muerta llevaba gestando,
y me marcho con su cuerpo yerto entre mis brazos.
Tengo
la ventana abierta mientras voy conduciendo, el cabello ondulado impregnado de sal se me mete en la boca, la sequedad se moja, la humedad se seca. En la radio
suena “Te Sigo soñando” de Depedro.
Una
lágrima está a punto de escaparse para liberar la presión que tengo en el
pecho. Pero no lo logra. Mi boca se adelanta, se abre y me pongo a gritar o a cantar
“Me sigues gustando, te sigo soñando, es esta la forma que tengo, cariño, de
demostrarlo”.
Y
sonrío porque no sé si le canto a alguien que ya pasó por mi vida o a alguien
que está a punto de hacerlo.
Imagen: Ivana Besevic
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