Caminaban errantes, tropezando en el asfalto.
Un
día de lluvia se encontraron delante de un semáforo, no podían parar de mirar las
huella de sus pies sobre el cemento plateado. El pié derecho de ella,
era el izquierdo de él, y al revés; conformando una huella completa como si se
tratara de un solo ser. Los otros dos pies bailaron en una danza ajena, como si
no formaran parte de ellos.
La luz se puso en verde, permanecieron inmóviles y los transeúntes les empujaron para escapar de la lluvia.
Se
miraron mojados de incomprensión y sonrieron.
-
Me parece un buen modo de comenzar algo- dijo
ella.- Ambos venimos arrastrando una huella defectuosa, andando juntos parece que andamos mejor...
El amor no es cuestión de
cuatro pisadas, sino solo de dos.
El tiró de su mano, subieron a una torre
prohibida y se tumbaron sobre las tímidas estrellas. Ninguno sabía que lo que
miraban no era el cielo- porque ya estaban en él- sino el suelo gris. Se
quedaron en silencio, buscando alguna forma de constelación.
Y sin buscarse, volvieron
a encontrarse.
Él había dejado las llaves de su corazón olvidadas dentro de éste, y se habían quedado encerrados fuera. Tuvieron que romper un muro para poder entrar.
Mientras
él la desnudaba por fuera, ella lo hacía por dentro.
- ¿Siempre vas a jugar con ventaja, adivinando de
lo que estoy hecho?. Quiero entrar
dentro de ti, y verte también.
El
velo carmesí de ella se llenó de velas bajo una cena de hojas de albahaca y un
néctar de uvas más rojo que el fluido que
salía de su cuerpo. Todo se derramó sobre la cama, como suaves amapolas deshojadas por la rigidez que penetraba entre sus piernas.
Al
entrar, sintió que probablemente el cuerpo de ella llevaba cerrado tanto tiempo
como su propia alma lo estaba custodiada por diablos.
Mientras
se movía en su interior, ella pudo verle aún más de cerca, y él seguía sin verla. Sí sintió un estremecimiento, el temblor de la piel cuando se eriza la
carne ante una especie de alquimia, a la que no supo darle nombre, por no saber
ni el suyo propio.
Él se retorció y anduvo buscando hasta el amanecer la parte que creía que le impedía ser
un ser completo. Estiró sus piernas y vio que tenía dos pies izquierdos. Miró los de ella y vio que también.
-
Yo no quiero vivir más con una huella que no me
deja caminar, ando dándome golpes y en zigzag.- Dijo ella con ganas de llorar-
(pero no lo hizo).
- Yo no sé cómo hacerlo, creo que no sé andar. -Dijo él con ganas de llorar- ( pero no lo hizo).
- ¿Y si caminamos juntos?, tenemos la forma
perfecta si entrelazamos nuestras piernas.
Pero
él no podía escuchar nada, se levantaba y se caía una y otra vez, con la mirada
fija en el pié derecho con forma de pie izquierdo, llevándole fuera de aquella habitación, al más inmenso de
los abismos.
Y se acariciaron,
sus pieles empezaban a aprender la forma de sus olores, los besos mojaron aún
más el deseo, pero lo secaron, al igual que secaron sus lágrimas. El vacío lo arrasó
todo y acalló de un puntapié el latido que allí empezaba a brotar.
-
No volveré a entrar dentro de tu alma, ni tú
dentro de mi cuerpo hasta que no vuelvas a la vida.
Y se
volvió a vestir de rojo, rojo su vientre tras haberle sentido dentro, rojo sus
labios de tanto beso, rojo su corazón hambriento, rojo el atardecer que
empezaba a despuntar.
Y sin querer volvió a ver lo que él estaba
sintiendo en estos momentos, antes de que ni si quiera él mismo aún pudiera
llegar a sentirlo, ni verlo. Sintió un estremecimiento parecido al que
provoca un húmedo beso en el cuello, y sonrió.
Pero entonces
recordó, que en el amor, son dos los que deben ver, y caminar.
Miró hacia abajo, y vio que su pié izquierdo tenía forma de pié izquierdo, y el derecho, de derecho. Alzo la vista mientras el
atardecer se despedía tiñéndolo todo de rojo.
“Siempre
rojo”- pensó- el rojo con el que comienza la vida. Y quizás también el amor.
Dio un paso hacia delante, y empezó a caminar con los pies rectos.
Imagen: Víctor Otero Carbonell
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