EL LAGO DE LOS SUEÑOS


Era Octubre, los puestos de castañas envolvían de humo lento la ciudad. Apagados ya los colores del verano, la vio entregar una moneda por el cucurucho de papel de periódico humeante a modo de nido entre sus frágiles y pálidas manos. Se acercó, con su voz rotunda y su sonrisa de lado, le advirtió que tuviera cuidado con quemarse mientras extendía la robusta palma. Ella sonrío tímida, abrió el crujiente envoltorio y le entregó una con los dedos tiznados. –¿Puedo acompañarte a donde quiera que vayas?. –No podrías, voy a clase de baile, y allí solo hay chicas.- Entonces, déjame ir contigo aunque sea hasta la puerta del altar. El volvió a sonreír. Sobre el silencio del paseo y los encuentros que siguieron a aquella tarde, a ella no se le desataron ni un solo instante las tripas del estómago trenzadas en forma de corazón.

Pero no llegaron a ninguna parte. Entre hermosos abrazos, mientras ella iba recobrando el color que el amor regala a los que no tienen miedo a entregarse, él lo iba perdiendo. – No puedo, tiemblo, prefiero ir sintiendo un cariño lento e ir queriendo a alguien sin querer, sin darme cuenta,  porque amar es algo que no me trae cuenta.

Después de aquello ella dejó de bailar, empezó a trabajar planchando en días sin color. El recuperó la aparente fuerza de los que no se sienten demasiado por dentro, y fuera nada tiene demasiado sentido.

Pero los sueños, cuando son más grandes que uno, te llevan a un hermoso lago, donde si no te sumerges, acaban ahogándote. Así fue, ella volvió a bailar y consiguió que el día de su primer estreno las entradas se vendieran como una lluvia de verano, rápida e intensa.

Detrás del telón, observó incrédula cómo iban entrando elegantes damas del brazo de sus acaudalados acompañantes. Brillaban como estrellas los diamantes, las telas eran mareas de plata y rocío; las sonrisas carmines de marfil; los perfumes, esencias de flores blancas de noche. Y de repente, apareció él, los pómulos rompían tersos la piel canela, la mirada brillaba como la de los emperadores en plena conquista, y de su mano despuntaba una dama envuelta con la seguridad de quien todo lo tiene, menos a sí mismo.

La delgadez de su pierna envuelta en cintas asomó tras el telón, el murmullo cayó en picado de un salto a la vez que su cuerpo sobre el escenario. Solo él se removió en su silla, ante la mirada contrariada de su acompañante, se apagaron las luces y su semblante.

Las gasas que envolvían sus formas, cambiaron durante la escena; de rojo a negro, el blanco sudado se volvió transparente. Sus lentos movimientos se volvieron abruptos y mojados, como los miembros bajo los pantalones de los espectadores y la tensión bajo los labios de sus señoras.

Ella se movía con la piel y el cabello empapados, como quien casi se ahoga nadando en un sueño imposible.

La danza terminó igual que el movimiento de una serpiente se paraliza antes de la mordedura letal; la cabeza erguida y desafiante sobre un eje en perfecto equilibrio con una contorsión que en ella resultó natural. Bajo la extenuación que rozaba el desmayo, se mostraba solemne y perfecta. Y entonces le miró.

Como una montaña rusa, las emociones de él se deslizaban como traviesos duendes por su corbata, desde la garganta a la entrepierna arremolinándose en su ombligo, de no haber estado sentado se hubiera desplomado. Sus entrañas se removían en una pieza insoportable donde resonaban simultáneamente adagio, alegro y réquiem. Sintió el miedo en su grado extremo, confundido y entre vértigos gritó por dentro y se rompió en dos. Una vez roto, tembló, pero esta vez tembló de otro modo. Se rindió al sentir que la amaba y que aquellas sensaciones de muerte, tenían más vida que su vida sin ella.

Los aplausos acompañaban los latidos del corazón de la bailarina, y los de él. Permaneció inmóvil en mitad del pasillo, mientras el telón se cerraba como pétalos que protegen la flor de la gélida noche. Ella desapareció ante sus ojos sin volver a cruzarlos con los suyos. Entonces supo que era tarde, que la había perdido.

El se giró y para no caer, se agarró del brazo de su acompañante sonriente y orgullosa al notar cómo le temblaban las robustas piernas.- Cariño que sensible eres al ballet. Tendremos que venir más a menudo.

Mientras, a la salida del teatro, la esperaba un joven de ojos del color de las flores más raras, le sonrió y se ofreció a acompañarla hasta el taxi, o quizás hasta el resto de su vida. La imagen se perdió entre el humo del puesto de castañas, sin que se pudiera ver si subió acompañada o una vez más, lo hizo sola.

El Lago de los Cisnes - Chaikovski



Imagen: Vladimir Volegov


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