DE VINO CON CHOCOLATE


Debussy- Arabesque

Sonaba sobre el asfalto un murmullo envolvente de hojas secas y minúsculas gotas de lluvia.

Cubierto por el mullido edredón color moscatel, Rediel se preguntaba si las fuertes lluvias y las heladas continuarían. Sabía perfectamente que si el tiempo no mejoraba volvería a quedarse en cama  y acabaría enfermando, sin el sol, su carácter se nublaría entre amargos sabores sin compasión.

Mientras se debatía entre la curiosidad y el letargo propio de la madurez de sus años a enfrentarse al nuevo día, a la punta de su nariz llegó el olor de un almendro en flor. Sintió en sus húmedos labios el sabor de la rama seca abriéndose ante la fragilidad de los pétalos. Entonces se asomó al balcón, y en un chasquido de dedos hizo brotar el fruto tostado sobre el pálido dulzor.

Esa tarde Rediel no bajó a la calle. Devorado por la carcoma de las pasiones que por intensas llegan a hacer cosquillas, soliviantado por el placer secreto que sobreviene cuando se busca a solas, no pudo sino derramarse una y otra vez, rezumando por cada uno de sus poros, néctares de frutas blancas.

Dicen que su olor sobrevoló algunas islas, llegó hasta Alejandría, pasó por el antiguo Egipto, y acabó recostado sobre un desfiladero andaluz. Y que a su paso, las mujeres y los hombres no podían dejar de amarse ni un solo instante, cayendo exhaustos tras embadurnados días de saliva, piel y sudor.

Como toda leyenda, para hacerla real hay que cerrar los ojos ante la fugaz sensación. Y  por supuesto, desear olvidar el sabor para volver a sentir la urgente necesidad de recordarlo de nuevo, para hacerlo eterno.

Imagen: Fabián Pérez



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