“…llamaron
a la puerta a la hora y el día de costumbre. Abrió y mientras veía alejarse al
repartidor equipado de pies a cabeza, recogió la caja y la arrastró hasta la
cocina.
Dentro
encontró lo de siempre. Seis cartones de leche, cuatro panes de molde, seis
latas de tomate, ocho de atún, un kilo de carne y pescado envasados al vacío,
cinco paquetes de embutidos, dos paquetes de pasta y de arroz, tres de
legumbres, siete kilos de frutas y verduras, cinco packs de yogures, una caja de
tampones y papel higiénico en un paquete de doce.
Escarbó
ansiosa entre los productos y suspiró aliviada al comprobar que habían llegado los de meses alternos; el aceite de oliva, el gel de baño, la crema
hidratante, la lejía, el detergente, las galletas y el chocolate. El mes que
viene llegaría el trimestral con la pasta de dientes, el paracetamol y las
cajetillas de sertralina, y orfidal.
Arrastró
la caja hasta la despensa y con nerviosismo comenzó a colocar las cosas
mientras pensaba en lo que iba a cocinar. Sentía que su inmenso vacío se llenaba
mientras colocaba los productos perfectamente ordenados en las estanterías y el
frigorífico.
Salió
al balcón y observó a su vecina gritando a los niños mientras tendía la ropa. Atrás quedaron los días en los que se saludaban y soñaban con salir
de nuevo a las calles. Desde hacía un par de meses los contagios se habían
reducido casi por completo, casi la totalidad de la población ya estaba
vacunada, y la posibilidad de salir al exterior resultaba cada vez más
inminente. Cuando este pensamiento la invadía caía presa de un temblor
incontrolable, se sumergía en escalofríos y tenía que introducir una de las
pastillas de rescate debajo de la lengua, de lo contrario comenzaba la crisis
de llanto. Sentía pavor con la idea de volver a ser libre. Libre para ser feliz
y no saber cómo serlo.
Había transcurrido ya año y medio de confinamiento, y solo
había un pequeño instante en el día en el que la vida parecía volver a su piel
y a su alma. Ocurría al anochecer, cuando desde la ventana que daba frente a la
suya sonaba una pieza al piano. Su vecino era probablemente el único ser
de la comunidad que seguía manteniendo una práctica que le alejaba de la rutina
básica que estaba convirtiéndoles en simples animales de piel gris…”
Cerró
el libro en una especie de único aplauso con las dos tapas. Miro al techo, sintió
una extraña inquietud, y se levantó dispuesta a salir a despejarse e idear su
próximo relato al que titularía “Confinados”.
Se embutió en los vaqueros caminando
con el torso desnudo por la habitación hasta el baño, se peinó el cabello en
tres sacudidas, se embadurnó de vaselina los labios, se agachó para atarse los
cordones y la medalla con la piedra luna se balanceó contra la turgencia de sus
pechos; abrió el armario desde dónde resaltó el color rojo, de un respingo
deslizó el tejido sobre la piel y se dirigió a la puerta.
Cuando estaba a punto de salir, deparó en que había dejado la tele encendida, se dio media vuelta
y cogió el mando para apagarla. La última palabra que escuchó en el telediario
de las nueve fue. – Al menos nueve
personas han muerto en China de un virus nuevo, llamado coronavirus.
Comentarios
Bonito relato. Un beso!
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