"UN TESORO ENTERRADO"



Miró hacia atrás y vio que aún se encontraba cerca de la casona del molino abandonada.

Sabía perfectamente hasta el árbol que podía llegar. Ese era el pacto con su madre. No debía continuar más allá.

Mientras se ponía en cuclillas y saltaba a la par del saltamontes que perseguía sin acertar a atrapar. Vio deslizarse una silueta. El insecto  a un segundo plano pasó, y en el bosque para seguirla ajeno a su promesa se adentró.

Un hombre de pecho abierto y barba cerrada llevaba una flor blanca que entre sus manos se balanceaba.

Como un halo a su paso, de ella se desprendía un aroma dulce y fresco. La embriaguez de los sentidos hizo que el pequeño tuviera que pegar la espalda contra el tronco para no tambalearse conmovido. Cerró los ojos e inhaló el perfume intenso.

Mientras, ajeno a la joven presencia, y como si se tratara de un clínex usado, el hombre soltó la flor sobre una piedra y debajo de un roble gigante se dispuso a cavar un hoyo, asustado.

Una vez que consideró que la tumba era suficientemente profunda, con la mirada nublada del que ya no ve o no quiere hacerlo allí tiró la flor de manera brusca. El entierro se acometió con urgencia, sepultándo la pureza del blanco a golpe de puñados de tierra.

- No lo hagas- Pensó Víctor- es muy bonita. Bajo tierra quedará marchita.

- ¡Víctor!- Escuchó a su madre llamarle a lo lejos, con un tono ya nervioso e inquieto.

Temeroso de recibir unos azotes, se apresuró a volver a casa con toda su pena. Mientras él, al igual que aquel hombre, dejaban atrás aquella escena. Sumergiéndola en el olvido de las cosas que no importan, ni dejan huella.

Para su sorpresa, varios días después el hombre volvió a aparecer. Y él, sin dudarlo un instante, escondido de perfil tras los árboles le siguió al anochecer.

Las visitas de aquel extraño, aunque cada vez más espaciadas en el tiempo, se seguían repitiendo sin lamentos. Sin embargo su conducta acicalada se iba volviendo un poco más rara. Como un perro que el olor de la muerte quiere enterrar, echaba más tierra encima, para al segundo escarbar intentando desenterrar la flor de su alegría.  Acto seguido y para finalizar, el féretro volvía a sepultar. Después se quedaba paralizado, como si estuviera muerto o anestesiado. Parecía que no respiraba, como si en su pecho no hubiera nada. De allí se marchaba corriendo o mirando hacia el suelo arrastrando unos pasos lentos. 

Una parte de él le quería decir que el único pecado de aquella flor era haberle hecho sentir. La otra, no lo quería ni oír y le hacía creer un abanico de pretextos y excusas sin fin. 

Víctor no entendía absolutamente nada. De hecho le ponía nervioso todo aquello. Tan nervioso que cuando lo contemplaba, comenzaba a hacer girar precipitadamente sobre su muñeca la pulsera de cuero. Siempre que tenía miedo lo hacía. Era una especie de ritual para intentar escapar de la desazón que a veces sentía.

Uno de aquellos días advirtió que el hombre aquel llevaba también una pulsera como la de él. Estaba más gastada pero tenía el mismo trenzado del revés. Una casualidad divertidísima le pareció, un símbolo que a seguir con aquella aventura le animó. La cual a la altura de “La isla del tesoro” asemejarla se le antojó. Y sobre la cual, por supuesto, no dijo ni media palabra a nadie, ni al mismo Dios.

Muchas veces, cuando el extraño hombre el “lugar del crimen” abandonaba, se sentía tentado a desenterrar de una vez por todas aquella flor, ponerla en una maceta trasplantada y acabar con aquella obsesión. Al fin y al cabo las cosas eran más simples y puras. Contemplar aquella flor cada día debía de ser mucho más normal que toda aquella locura. Pero recordó que su abuela una vez le dijo, que los niños no deben entrometerse en las cosas de los adultos. Y pensó, que lo más sensato, era mantenerse al margen a pesar de su disgusto.

Las visitas a la flor se fueron espaciando, el tiempo hacía que los pasos del hombre parecieran cada vez menos apesadumbrados. Como si cada día que iba la flor muriendo, él fuera renaciendo. Sin lugar a dudas, sin verla ni olerla todo era más sencillo, era como correr un espeso visillo. Además el campo estaba lleno de ellas, con colores incluso infinitamente más llamativos. Si bien es cierto que poseían bonitos colores y fragancias, ninguna le hacía perder la cabeza como aquella blanca. Pero eso, en lugar de entristecerle, le daba cierta seguridad, le hacía controlar, le estimulaba sin necesidad de temblar.

La última vez que le vio marcharse casi iba silbando y saltando ligero de remordimientos y equipaje. El pequeño supo que no volvería a verle más, y no volvió a despertar.

Aquel rincón entre robles solo fue visitado por las estaciones. Ni el hombre ni el niño volvieron a la tumba de la flor blanca ahora llena de moretones.

Sentado en su nuevo despacho entre llamadas de teléfono, emails, reuniones y de su nueva chica, unos buenos días. Víctor se llevó las manos a la cabeza al sentirse sin vida. La pulsera de cuero gastada, un surco entre el vello oscuro del brazo y la blanca camisa abría.

Recordó el sueño de la noche anterior. La voz de un niño con una pulsera de cuero, oculto detrás de unos robles le susurró : -"No lo hagas, es muy bonita. Bajo tierra quedará marchita".

La frase en sus sienes retumbaba como los tambores de una guerra no concluída que hacía ya más de un año consideraba vencida. 

Siguiendo un extraño impulso, y tras enviar un mensaje de perdón por el retraso a la chica que le esperaba para almorzar, cogió el coche confuso y se dirigió hacia el robledal que había creído olvidar.

La lluvia en forma de barro, había convertido en un húmedo Sáhara el verde del campo. El color y el brillo que recordaba de la última vez se habían apagado hasta desaparecer. Los brillantes zapatos se hundieron en el fango, los untuosos chasquidos al andar le adherían a aquella tierra como si le quisiera atrapar.

El sombreado espacio que una vez fuera mágico, ahora era un enclave carente de salubridad, con olor a agua estancada y plantas podridas por la humedad. No había huella de vida, ni más sonido que de las moscas el zumbido. Larvas negras se impulsaban sobre el agua turbia y solo algún sapo se escuchaba croar. Sintió que había sido muy buena idea el acercarse de nuevo por aquel lugar. Su método de tiempo y tierra de por medio habían funcionado sin dudar. Sus últimos demonios del recuerdo se habían esfumado para siempre junto a aquella flor en los infiernos.

Cuando se disponía a marcharse triunfante para continuar el día, y mientras le indicaba a la chica elegante a través de mensajería, que metiera la botella de vino blanco en el congelador, un intenso aroma a las fosas nasales y a la garganta le llegó. Penetrándola de una sola tacada la glotis se cerró. La fragancia, como un tsunami, todo el cuerpo le recorrió. Al instante su cerebro recordó el nombre de aquel olor.

Preso del vértigo se detuvo, y apoyó la mano en el mismo árbol donde el joven espía estaba escondido y mudo. Muerto de miedo, y para no ser descubierto, dentro de su pequeño pecho aguantó la respiración un momento.

Lleno de angustia y sin aliento, su mente le animó de nuevo a salir corriendo, pero esta vez su cuerpo se lo impidió, le ordenó frenar y lo paralizó. Se giró, y su mirada se fijó sobre un pegote de barro elevado, como una seta sobre un fino tallo.

Se acercó. Su rostro palideció y se mimetizó con su impoluta camisa al contemplar que bajo el barro había renacido fuerte y grande la flor que enterró.

El cielo gritó, y la lluvia limpia cayó.

Empezó a temblar, agarró una piedra para aquella insurgente forma de vida aplastar.

Mientras las manos hacia el cielo alzaba, el marrón del campo se limpiaba salpicándole la ropa y la cara.

Cuando estaba a punto de producirse el desplome de la roca sobre la tierna flor, la fragancia y su forma al descubierto le apretaron el corazón. La imagen de él, adulto, a punto de aplastar la flor, observado por la de aquel niño era su otro yo. Ambas se mezclaron como el barro y la lluvia. El tiempo era el mismo, se simultaneó. La dimensión espacio-tiempo se difuminó.

Desvío su fuerza y hacía la izquierda arrojo la pesada piedra. Se arrancó la chaqueta y se tiró de rodillas al suelo, clavando las manos en el terreno. Como un árbol de cuatro raíces a la tierra quedó anclado. Alzó la cabeza hacia el cielo y el grito que salió de sus entrañas se abrió paso entre el gris moteado. Agitadas nubes giraron a la velocidad de una pulsera de cuero, se rompieron en un mismo tempo y descargaron todo su dolor acumulado sin consuelo.

Las lágrimas del cielo junto a la de sus ojos terminaron de limpiar su alma y su flor. Todo se mezcló; tierra europea y barro africano, risa y llanto, lluvia y sol, pulcra camisa manchada, uñas de manicura abiertas y embarradas, el final del adiós. El miedo por fin se rendía. Extenuado y tembloroso tras su victoria, exhalaba entrecortado el amor. 

Sin arrancarla, hundió las manos ahuecándolas en forma de medio círculo y de cuajo un nido de tierra húmeda sacó. Como una bandera blanca de pureza y paz quedaba en medio la flor. El primer rayo de sol cuidadosamente los frágiles pétalos acarició. Mientras, un mirlo blanco anunciaba con su jubiloso trino la llegada del buen tiempo y la estación del amor.

Ya no había ningún niño que lo observara detrás de los árboles para llegar a su encuentro, ese niño estaba ya dentro de su corazón. Balanceándolo como si llevara a pulso un trono después de años de encierro, con su pequeño gran tesoro entre las manos por el campo corrió. El trono en miniatura de la virgen del manto blanco se alzó. Y una danza de libélulas la coronó. 

Esta vez no corría para alejarse, sino para plantar en su jardín aquella pálida fragilidad llena de vida y tenerla junto a él el resto de sus días.

Y nunca jamás olvidó, que es blanco y no rojo el color del amor. 

Manuel García & Mon Laferte - La Danza de las Libélulas



Imagen: Berta LLonch











Comentarios

Jose Suardíaz García ha dicho que…
Espectacular, como siempre. Me ha costado leerlo porque me parece intenso. Entras en el bosque con el niño y su flor del amor. te mojas de calima y barro. Y la música para orla después, pone los pelos de punta. Gracias Inma, por este regalo que compartes.
desdelpulgaryelindice ha dicho que…
Jose, no a todo el mundo le llega igual. Cuando toda la sensibilidad que pones al escribir le llega a alguien de ese modo, el relato deja de pertenecerte, así que tuyo es también. Gracias siempre por leerme así.